Por: Marcela Martínez Sempértegui
Durante las dos últimas décadas, Bolivia vivió bajo un proceso político que prometió redención, pero terminó carcomiendo las bases más esenciales de la democracia. El Movimiento al Socialismo (MAS), que alguna vez se presentó como la voz de los excluidos y el símbolo del cambio, dejó tras de sí un país fracturado, con heridas profundas que todavía supuran en la memoria colectiva.
Lo que comenzó como un proyecto popular derivó en un sistema de poder que sustituyó la justicia por la obediencia, la institucionalidad por el clientelismo y el diálogo por la imposición. El fraude electoral se normalizó como instrumento de permanencia; la manipulación mediática y judicial se convirtió en método de control. A quienes se atrevieron a pensar diferente se les aplicó la “muerte civil”: persecución política, encarcelamientos arbitrarios, exilio forzado y silenciamiento mediático.
Bajo el manto del discurso revolucionario se ocultaron también crímenes más oscuros: asesinatos impunes, secuestros, vínculos con redes de narcotráfico y trata de personas. Cada caso fue un golpe más a la conciencia nacional, cada silencio cómplice una grieta más en el sentimiento de ser bolivianos. Y aunque hoy el MAS se desvanece en la representación parlamentaria, sus prácticas —esas que deformaron el espíritu democrático— siguen infiltradas en la politiquería que intenta infiltrarse para mantener vigencia.
En un giro paradójico, el término “masista” se ha convertido en un insulto lanzado por los dos frentes que disputan la segunda vuelta electoral. Lo que antes era un emblema de poder hoy es sinónimo de corrupción, autoritarismo y traición. Pero más allá de la lucha de etiquetas, esta realidad revela algo más grave: la erosión del respeto, del diálogo y de la tolerancia que deberían sostener la convivencia democrática.
Bolivia enfrenta ahora un desafío histórico. No basta con cambiar de gobierno o de siglas; necesitamos reconstruir la democracia desde sus cimientos. Recuperar la credibilidad de las instituciones, restaurar la independencia de los órganos del Estado, y revalorizar los principios éticos que dan sentido a la vida pública. La justicia no puede seguir siendo instrumento de venganza, ni la política un campo de guerra.
Solo desde la cultura de paz, el consenso y el diálogo verdadero podremos reconciliar al pueblo boliviano y cerrar el ciclo de odio y revancha que nos divide. La democracia no es una herencia que se defiende con consignas, sino una práctica cotidiana que se cultiva con respeto, verdad y transparencia.
Hoy, tras veinte años de abusos, los bolivianos tenemos la oportunidad y la obligación de volver a empezar. No para olvidar, sino para aprender. No para vengarnos, sino para sanar. Porque solo cuando seamos capaces de mirar al otro como ciudadano – coyuntural oponente – y no como enemigo, podremos decir con dignidad, que hemos recuperado la democracia.
Bolivia merece volver a creer.
Abogada y periodista, mamá de Zarlet. Presidenta de Freedom for All Human Rights, Zarlet ilumina. Autora del libro Luz en la Política.